jueves, 28 de junio de 2012

pequeños escritos sobre música


Nota aclaratoria: No pretendo con estos pequeños escritos, dar cátedra de nada, sino hablar de música o de arte, desde mi propia experiencia, bien pueden servir para pensar algo, bien pueden servir para nada.

1.- A partir de un discurso para el 25 de mayo

Suele asociarse, y con justa razón, la gesta del 25 de mayo con algunas ideas libertarias: solemos decir que “un día como hoy pero de 1810, comenzamos a ‘ser libres’”.
En los actos escolares de nuestra primaria no faltaron los graciosos disfraces de “negritos” y “soldaditos”, que junto con otros “hombres del pueblo”, entonces, sin más, podían expresar sus deseos de liberación. Yo mismo, he crecido y me he formado, durante muchos años, una idea algo abstracta y rígida de la libertad, podríamos decir: una idealización.
Pero con los años esa idea fue mudando de forma y comprendí que el problema de “la libertad” es algo más complejo; comprendí, por ejemplo, que cada acto de libertad implica una decisión, que esa decisión trae consecuencias determinantes en nuestras vidas, y que, a veces, elegir algo es a la vez, necesariamente, decidir el resto de cosas que no haremos jamás; o, dicho de una forma más radical, decidir las personas que no seremos.

Quizás, el momento en que empezó a darse ese cambio, lento, profundo pero inexorable, en mis ideas sobre la libertad y a la vez, sobre tantas otras cosas, fue el momento en el que descubrí que quería ser músico, dedicarme al estudio de la música.

Pero más aún, guardo en mi memoria el momento exacto en el que sentí decidir que iba a componer mi propia música.
Lo recuerdo muy bien: tendría unos quince o dieciséis  años, ya hacía música: tocaba la guitarra, y ya había empezado mis estudios en el conservatorio Manuel de Falla de la ciudad de Buenos Aires y una tarde me fui con un amigo a caminar por el centro, por la avenida Corrientes, a ver libros y discos (de vinilo).
Me llamó la atención uno: las suites orquestales 2 y 3 de J. S. Bach dirigidas por alguien cuyo nombre hasta ese momento no me decía nada: Lorin Maazel.
A esa edad, comprar un disco o un libro y en la calle Corrientes, tenía la forma de un pequeño ritual, y aún ahora lo tiene, pero en ese entonces además era todo un evento.
Entonces llegué a mi casa, saqué el disco del enorme sobre, lo coloqué en el “centro musical” que contaba con gira discos, me senté en el sillón que estaba al lado y comencé a escuchar.
Era la suite orquestal en Si menor, y de pronto me sucedió algo que aún no me había sucedido con ninguna otra música: perdí el sentido del tiempo y del espacio, y a la vez, me sobrecogió una profunda emoción. Casi sin darme cuenta comencé a llorar y tuve el deseo de que esa sensación no acabara nunca.
El mundo que llamaba real se había desvanecido para dar lugar a esa otra realidad de la música.
Cuando terminó el primer número de la suite, abrí los ojos y entonces comprendí algo, que mucho después pude poner en palabras. Comprendí que esa otra realidad, como la llamé recién, lejos de parecerme pura fantasía, se me presentaba como otra realidad: no necesariamente mejor o superadora, pero si real, emocionante, profunda y misteriosa.
Y comprendí que yo sería feliz, o algo semejante, si alguna vez lograba hacer sentir a otra persona, con mi música, algo al menos parecido a esa emoción que yo recién había experimentado.

Esto fue revelador: ya no había dudas, no solo quería hacer música, no solo quería crear mi música, sino que al entender que parte de mi dicha iba en eso, además, comprendí que la necesitaba.
Pero cuando hablo de “música” no me refiero solo al lenguaje musical o a sus incumbencias, que desde luego todo músico debiera aprender, ni me refiero a una posible larga lista de canciones bellas o no, profundas o no, que se escuchan en la mayoría de las radios, y que forman parte de la compleja trama de las industrias del entretenimiento.
Desde luego, tampoco me refiero a la industria del entretenimiento, del que forman parte, sin duda, buenos músicos, idóneos, hábiles y eficaces, características todas estas, que esta industria necesita para montar su maquinaria.

No. Me refiero a otra cosa: me refiero al misterio que se esconde detrás de cada sonido y que espera ser descubierto por un oído sensible. A la magia que se produce cuando una música nos atraviesa el corazón y no atinamos a decir por qué. Al profundo e irremplazable acto comunicativo que se despliega cada vez que un músico hace vibrar con amor, pero también con talento y con sabiduría, las cuerdas de su instrumento.
Me refiero a eso, que nos hace preguntarnos una u otra vez: ¿Por qué esta música nos conmueve y aquella no?

Estoy hablando, después de todo, de la música como un poderoso ejemplo de libertad. Es verdad, en el acto creador, en el acto comunicativo, muchos artistas se enfrentan al mismo viejo dilema: cada vez que el compositor piensa una nueva música, cada vez que el poeta escribe un nuevo poema, posiblemente (esta es mi experiencia) vuelven a rodearlo como fantasmas las mismas preguntas: “¿Que quiero decir?”, “¿A quien estoy hablando?”, “¿Que necesito expresar?” “¿Podré?”…
Y luego de un breve tiempo, eterno y abismal, empieza a brillar un acorde, una nota, una palabra, un color y en ese mismo momento, aunque no lo sepa, es libre.

4 comentarios:

  1. Me encantó! Y usted sabe de mi profundo respeto por la palabra escrita, así que vengan más pensamientos escritos, y más músicas, leeremos y escucharemos.

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  2. por supuesto, en verdad, yo creo que la decisión es anterior, la decisión consiste, creo en permitirse la posibilidad de la sensibilidad artística, sensibilidad que como todo hay que nutrir.
    besos

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