El viernes 17 de febrero viajé a Montevideo por dos días, no sabía que una vez más parte de mi historia se volvería a escribir con los versos y el sonido de una murga.
Para ellos, que sin saberlo han tejido también esta historia, mi agradecimiento.
I
“la abuela ya está en el geriátrico”…
Para ellos, que sin saberlo han tejido también esta historia, mi agradecimiento.
I
“la abuela ya está en el geriátrico”…
El mensaje era de mi madre. Luego de mucho tiempo había
tomado la decisión de internar a mi
abuela.
Desde hacía casi 10 años los achaques de su salud eran cada vez más frecuentes:
osteoporosis, infecciones reiteradas y de todo tipo, pulmonías con picos de
fiebre que la llevaban al delirio, perdidas de equilibrio y caídas, hasta
llegar al último diagnóstico de demencia senil.
Al cuadro se le sumaba su tremendo carácter: Sutilmente
autoritaria y con una habilidad extraordinaria para la manipulación, era una
misión suicida intentar llevarla a un hospital o sanatorio para hacerle un
control médico; había que soportar el maltrato que le proporcionaba a cualquier
médico, medica, enfermero o enfermera que osara acercársele.
Y aunque mi madre había optado, finalmente, por pagar las
visitas de los médicos particulares que la revisaban en su casa, esto no hizo
que disminuyeran sus desplantes; eso sí, ya no había que viajar hasta hospital
o sanatorio y soportar largas esperas para presenciar estas escenas.
“bastante traumático… pero ya está”
Leí el mensaje con cierto alivio, sabía que era lo mejor:
los especialistas había recomendado atención permanente y mi madre ya estaba al
borde de un colapso nervioso.
Yo estaba en Montevideo. Había viajado con mi esposa, mi
hijo de 7 meses,y una pareja de amigos entrañables y su hija de 8 años.
Habíamos ido entre otras cosas para ver tablados, habíamos cruzado el río solo por
dos días, desafiando el pronóstico del tiempo que anunciaba tormentas
eléctricas para vivir el carnaval montevideano.
Sin embargo yo tenía otro propósito, más íntimo y personal:
había lo había cruzado para ver el regreso de La Mojigata.
Hacía mucho que mi relación con mi abuela no era la mejor:
Ella me quería, yo no podía quererla.
Con una vida dura a cuestas, trataba al mundo con la misma
dureza con la que ella había sido tratada, una dureza que yo le adivinaba en
cada gesto, aunque estos gestos guardaran la piel y la forma de la dulzura. El
modo de intentar manipular a todos los que la rodeaban - sobre todo a mi madre-
la manera de estar peleada con la vida,
de vivirla desde el noticiero de canal 13, de hacerme sentir que el mundo era
un lugar del que más valía resguardarse que intentar descubrirlo, su odio
visceral y recalcitrante por cualquier forma de peronismo, entre muchas otras
cosas, me alejaban inevitablemente de ella.
Solamente cuando cocinaba, en especial su pastaflora, y esto
hacía ya muchos años que no sucedía,
podía yo advertir algo distinto. Cocinaba con amor y disfrutaba del acto
de cocinar.
De pronto ya no había manipulación, no había manejos, ni
egoísmo: le gustaba que saborearas su comida, y su comida era su ofrenda, para
eso cocinaba; para hacerte un regalo y a eso se resumía su acto de amor.
“bueno, una gran decisión mamá, difícil, pero muy importante”
Estaba lejos, mis hermanos estaban con ella, pero yo quería
que también supiera que de algún modo la acompañaba.
El viernes por la noche, luego de regresar del tablado del velódromo
municipal, me acordé mucho de mi abuela,
pensé en su pastaflora, y me di cuenta entonces que gracias a una murga había encontrado el recuerdo con el que me
quedaría cuando ella finalmente partiera.
“Si el sábado vienen tus amigos, puedo hacerles la pastafrola que tanto
les gusta… ¿Qué te parece?”
La respuesta era siempre la misma, “Claro abuela” o con la eventual repregunta “¿Le
ponés limón a la masa no?”
¡La mojigata y la pastaflora de mi abuela! Por eso alguna
vez me surgió compararlos. La metáfora me servía: Una murga también tiene que
tener sus condimentos, proporción, forma, contenido, el respeto por una receta
que sin embargo para que funcione, siempre debe ser distinta.
El sábado, luego de caminar todo el día por la Ciudad Vieja,
sabía que tenía una cita de honor; esa noche, aunque cayeran rayos y centellas,
veríamos a La mojigata.
II
II
“la abuela falleció de un paro cardíaco hace un rato, estoy yendo al geriátrico,
mamá está ahí”
Horas antes de ir al tablado me encontré con una llamada
perdida desde Buenos Aires y luego el mensaje de uno de mis hermanos. Todo se
había precipitado, al entrar a su “nuevo hogar” había decidido que allí no se
quedaría por mucho tiempo y no lo hizo: apenas una noche y partió.
Un cuadro de neumonía que ningún médico hasta horas antes
había diagnosticado se desencadenó hasta que sus pulmones simplemente dejaron
de funcionar.
Luego de hablar con mis hermanos y de intentar en vano
hablar con mi madre, y luego de que el primer impacto se disipara, cenamos, y tras
comprender que no había nada más que hacer al respecto, decidimos acudir a la
cita pactada.
Ya no se trataba solo de mí: De pronto comprendí que no
había mejor forma de despedir a mi abuela que yendo a un tablado.
“las preguntas más hermosas, / nacen dentro de uno mismo / cual si
fueran espejismos, / no se pueden contestar”
Y ahí estaban otra vez estos artistas arriba de un
escenario, artistas de la ilusión popular, siguiendo una receta que siempre
parece la misma y que sin embargo siempre es distinta, cocinando una
presentación que no da tregua ni respiro.
Porque en este regreso hay una mojigata recargada: es
despiadada, porque lo es para con ella misma, es graciosa porque se burla y se
ríe de sus propias miserias y contradicciones. La Mojigata es un espejo en el
que la sociedad no siempre quiere verse reflejado, sobre todo porque la
sociedad es también el espejo en el que la murga elije mirarse.
Es cierto, a veces se les nota el cansancio en las gargantas
y parece que por momento apenas desafinan, pero doy fe, se
los juro: la pastaflora de mi abuela a veces tenía los bordes tostados, y a mi
eran los que más me gustaban.
“Hay respuestas escondidas / cuesta la vida tenerlas / y llegar a
comprenderlas/ es una pregunta más “
Creo que por eso lloré como un niño mientras cantaban su
despedida: una despedida profunda, alegre y brillante. Y creo que es por eso
que seguí llorando mientras los veía bajar, siempre cantando, del escenario, para
mezclarse entre la gente.
Curiosas paradojas de la vida: despedir a mi abuela en un
tablado, a 800 kilómetros de distancia y con las eternas aguas del río-mar de
por medio.
“Yo sé que hay preguntas sin respuestas / que me buscan y me
encuentran, / que solo el amor contesta, / que el amor me hace buscar”
Confieso que me siento muy afortunado, en muchas ocasiones
de mi vida, cuando ya daba las cosas por perdidas, o cuando sentía que nada
podía a cambiar, algo o alguien venía a revelarme que no es así, que siempre
hay algo más por preguntar.
Y ahí estaba La Mojigata cantándomelo en la cara.
“Yo sé; la pregunta, la respuesta,
/que hay cuestiones que molestan /
y me hacen doblar la apuesta/ preguntar
me ayuda a andar”
Soy muy afortunado, insisto. Y para dar cuenta de ello, este
febrero, La mojigata, (este grupo de bellas personas de los cuales con dos o
tres he compartido músicas y charlas, de algunos conozco solo sus nombres, con
otros apenas crucé palabra y con el resto ni siquiera eso) estuvo ahí para recordarme que la vida está
hecha de preguntas, que la memoria es también lo que uno quiere o elige
recordar. Que no es tarea menor preguntarse qué imágenes, qué sabores, que
sensaciones nos van a acompañar por el resto de nuestras vidas, como pequeños
tesoros que nos hacen ser quienes somos.
Qué suerte la mía: La mojigata estuvo ahí, una vez más, para
contarme que también hay muchas formas distintas de preguntarnos por los
misterios de la vida, de ofrendar nuestro cariño y de conjugar el amor.
Buenos Aires, 23 de febrero de 2017
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