domingo, 24 de marzo de 2019

para un 24 de marzo (de 2018)


Buenos Aires 25 de marzo de 2018
Para un 24 de marzo

Desde hace muchos años, cuando llega el 24 de marzo, voy a la plaza. No recuerdo cual fue la primera vez. Pero si una de las primeras: Fue en 1996, a mediados de la década en que las fábricas cerraban, los ramales de los trenes cerraban, mientras las cifra de desocupados crecía, el hambre crecía, la represión en las calles crecía, y a la vez que eso sucedía; los diarios y los medios de comunicación, nos decían que todo eso era por nuestro bien, que estábamos mal pero ya íbamos a estar mejor, que todo se debía a que antes, las cosas se habían hecho muy, pero muy mal y que por suerte habían llegado al gobierno gente de bien, gente que sabía cómo hacer las cosas, un gran equipo decían, y muchos les creían.
Recuerdo que ese domingo 24 de marzo de 1996 fuimos a la plaza con varios compañeros del conservatorio y con uno de mis docentes más queridos.
Pero no lo recuero solo por eso, lo recuerdo porque fue mi primera “Gran Marcha”. Había mucha gente. No sé si yo había visto alguna vez tantas personas juntas caminando por una avenida, tantas banderas de tantos colores, tantos redoblantes y bombos, tanto bullicio, tantas canciones.
Ya les digo, en el país las cosas estaban muy mal, y sin embargo, las caras de las personas con las que uno se cruzaba, eran luminosas, o al menos yo las recuerdo así. Cada tanto por los altos parlantes alguien gritaba “¡30.000 detenidos desaparecidos!” y todos gritábamos a la vez:“¡Presentes!”. Luego la misma vos exclamaba:“¡Ahora!” y todos respondíamos:“¡Y siempre!”
Y entonces se nos llenaba el alma de colores, pensábamos y sentíamos que no todo estaba perdido.
De ahí en más, creo que no falté nunca a la cita, o a lo mejor sí, alguna vez que estuve enfermo, o cosa similar...
Desde entonces he ido con amigos, compañeros, amores, hijos. Con amigos y con los hijos de mis amigos, con compañeros y compañeros de mis compañeros.Y en cada marcha me volvía a encontrar con gente que hacía años no veía. Todos, nos encontrábamos en la calle, y nos abrazábamos y nos decíamos casi a los gritos“¡cómo estás tanto tiempo!”, “¡qué lindo verte por acá!”, “¡mandale  un beso a tu vieja!” “¡tenemos que encontrarnos a tomar alto!” y seguíamos caminando, en mi caso, siempre con una mezcla de emoción y alegría, sintiendo que la angustia y la tristeza cedían, feliz de no sentirme solo.
Este sábado 24 de marzo, caminé junto a mi hija. Ella había quedado en marchar con sus compañeros del centro de estudiante de su escuela, pero por alguna extraña razón, a último momento, cambió de idea y me propuso ir juntos y, que en todo caso dijo, si podíamos, buscáramos la columna de los estudiantes secundarios, y sino “todo bien papá, no pasa nada”dijo despreocupada.
Así que fuimos hasta la avenida Rivadavia, nos sumergimos en el subte A, nos apretujamos entre la muchedumbre que, al igual que nosotros se apiñaba en el vagón, y volvimos a emerger en la estación Piedras. Retrocedimos unos metros hasta Tacuarí, y ahí nos encontramos con Diego, un querido amigo mío.
La historia de Diego es muy triste, y cuando él la cuenta, lo hace con cuidado, eligiendo cada palabra, para que el que lo escucha no se sienta mal. Cuenta todo con una voz tranquila, mirándote a los ojos y sin sombras de pena: “Yo fui muy afortunado”, me dijo.
A su papá lo secuestraron delante de su mamá, de sus hermanos mellizos que eran apenas bebes y de él. Recuerda todo lo que sucedió, recuerda como los militares entraron en su casa, cómo los ataron, cómo se llevaron a su padre, recuerda el miedo inmenso que sintió y también recuerda que cuando se retiraban, el jefe de los militares le dijo a un soldado, al último que quedaba, que los matara.
Recuerda que sus hermano lloraban, que su madre lloraba, que el lloraba, y recuerda que ese último soldado, que tenía la orden de matarlos, viendo la escena, tuvo un instante humanidad y de compasión, y no lo hizo. Les dijo que se quedaran en silencio unos minutos, que luego se vayan y que no regresaran nunca, recuerda que entonces ese soldado, que tenía la orden de matarlos y que por un instante tuvo un hilo de compasión y de humanidad, hizo unos disparos al aire y se fue. A los pocos días mi amigo, sus hermanos y su mamá, viajaban a Israel, a vivir un exilio que duró hasta el regreso de la democracia en 1983.
“Yo fui muy afortunado” me repitió varias veces mientras me contaba su historia.
Nos despedimos con un abrazo, comprometiéndonos mutuamente a llamarnos en las próximas semanas para juntarnos a tomar unos mates o a cenar, como hacemos siempre que nos vemos. Y muchas veces cumplimos.
De la esquina de Tacuarí y Av. de Mayo salían la columna de Madres de Plaza de Mayo, de H.I.J.O.S. y de Abuelas: Una gran bandera desplegada como si fuera una enorme sábana encabezaba la marcha, en ella, las fotos de miles de desaparecidos miraban el cielo.
Muchas de las personas que se veían en las fotos eran muy jóvenes, algunos, pensé, no tienen más de 15 o 16 años. Pensé, que esa es la edad de mi hija.
En algún momento de la tarde, caminando como podíamos entre la multitud, ella, mi hija,se me adelantó y me tomó la mano como para que no me pierda. Yo me dejé llevar, feliz de sentir que era su mano la que me guiaba.
Desde hace muchos años, cuando llega el 24 de marzo, voy a la plaza. Muchos de nosotros nos encontramos en el congreso, o en las avenidas del centro o en las diagonales y caminamos.
Si nunca fueron, les cuento como es, lo puedo hacer porque de tanto repetirlo se ha convertido en uno de nuestros rituales: caminamos tranquilos, en paz con nosotros y con nuestras sombras, me atrevería a decir, alegres. Y nos reconocemos. Las miradas y las sonrisas se cruzan y es como abrazarnos en silencio, sin tocarnos: “no estamos solos”parece que nos decimos.
“No estamos solos y seguimos marchando” leemos en las sonrisas y en las miradas.
Cada 24 de marzo, volvemos a marchar por los 30.000 detenidos desaparecidos y para que su memoria no muera, y también para que no muera la memoria de otros que tampoco están: Teresa, Darío, Maxi, Luciano, Julio, Santiago, Rafael Nahuel y por muchos más.
Y también, ¿Por qué no?  Por nosotros y por ustedes.
Porque ir la plaza, cada 24 de marzo, es un acto de amor. Como lo es contarnos nuestras historias, aunque sean muy tristes, darnos la mano en medio de una multitud para no perdernos, exponer nuestras sonrisas, mirarnos a los ojos.
Pequeños rituales que tenemos acá, al sur del sur, rituales que nos sirven para defender la alegría y para que la noche de la muerte, no vuelva más.

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